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El Covid-19 modificó intempestivamente la forma de comunicarse en la Ciudad de México; situación que podría redireccionar el comportamiento de sus habitantes en un futuro cercano.

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Es una paradoja pero la Ciudad de México -como muchas otras en los tiempos que corren-  se ha convertido en una “no ciudad”. Me explico: Si hay algo que caracteriza a las ciudades es el intercambio; intercambio de ideas, productos, servicios y experiencias. De igual modo, se configura el intercambio social y emocional; el cual, se conjuga al estar con otros en la familia, la escuela, el trabajo o simplemente en un espacio público.

Las ciudades -el mejor invento del hombre, según algunos- nacieron 7 mil 500 años antes de Cristo, en la antigua Mesopotamia, cuando el hombre descubrió la agricultura y los pueblos nómadas pudieron asentarse de manera permanente. En este sentido, se propició la especialización del trabajo; el cual, se pudo observar en las labores de sacerdotes, guerreros, agricultores, artesanos o comerciantes. En los sectores circundantes a estas figuras, se establecieron intercambios de todo tipo que, con el paso de los siglos, dieron origen a la civilización contemporánea materializada en los avances sociales, científicos y culturales; elementos que enmarcaron las portentosas urbes que hoy admiramos.

La Ciudad de México es una de tantas y nuestro país no se entendería sin ella, pues ha sido en mucho el motor de su existencia y de su desarrollo económico-cultural. Con sus 22 millones de habitantes y un ingreso per–cápita doblemente superior al del resto del país, es un ejemplo de complejidad, actividad y vibración contemporánea. Los casi cuarenta millones de viajes persona/día que se realizan a pie, en bicicleta, autobús, taxi, metro o auto privado, explican su funcionamiento. Y es que estos viajes realizados por la mayoría de sus habitantes para ir a la escuela, al trabajo, a entretenerse o a visitar parientes y amigos, es un intercambio incesante que define su vida contemporánea.

Abril 2020

Repentinamente este intercambio cesó. El virus, que desde un mercado chino asuela hoy a la humanidad como un fenómeno nunca antes visto, ha obligado a los gobiernos a paralizar súbitamente los movimientos de personas en países, regiones y ciudades. Hoy los estudiantes no van a las escuelas, los obreros no acuden a las fábricas, los albañiles no asisten a las obras; ni siquiera los oficinistas, meseros y vendedores, se trasladan sus lugares de trabajo. Solo laboran médicos, policías y choferes del transporte.

Centros comerciales cerrados, oficinas vacías, plazas, parques y jardines acordonados. Todo en un afán de no prohibir el libre tránsito de los ciudadanos pero anulando los lugares a donde se pueda acudir e invitando a la población a quedarse en casa. El panorama es desolador. Madero, la calle comercial más importante de la ciudad permanece cerrada y con las cortinas bajadas. Al Zócalo, Chapultepec o al Parque La Mexicana no se puede entrar. En una extraña visión para los capitalinos las avenidas y calles no tienen autos. Hasta el sonido ambiental permanente ha disminuido.

Intempestivamente, la CDMX dejó de ser ciudad y se convirtió en prisión -dorada para los menos- agobiante para las grandes mayorías que habitan en espacios reducidos y que además sufren por la incertidumbre que conlleva la parálisis de la economía y el cierre de los negocios. La tecnología ha permitido paliar algunos de los inconvenientes del encierro al mantener el contacto con los lugares de trabajo, las escuelas, la familia y los amigos; sin embargo, el aislamiento social afecta a todos.

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En medio de la confusión, algunos comienzan a debatir en las redes y en los medios tradicionales los posibles cambios en la economía y la sociedad en una etapa post virus. ¿Se detendrá la globalización? ¿Viajaremos menos? ¿La educación y el trabajo a distancia llegaron para quedarse? ¿El comercio en línea derrotará de una vez por todas a las tiendas físicas?. Otros, por el contrario, piensan que después de unos años todo volverá a la normalidad y olvidaremos la catástrofe hasta que una nueva -probablemente derivada del cambio climático- nos alcance. Esta discusión afecta a todos los ámbitos de la actividad humana y muy específicamente a las ciudades.

Se escuchan ya planteamientos de transformación que seguramente devendrán en los frenesís legislativos que caracterizan a todos nuestros partidos políticos y a sus legisladores que últimamente no parecen estar ni remotamente a la altura de las circunstancias. Como lo han demostrado recientemente, ellos piensan que con solo crear nuevas leyes la sociedad corregirá sus conductas indeseables. Además, la experiencia nos dice que las nuevas normas conllevan la creación de nuevas, costosas e ineficientes burocracias que complican aún más las actividades del sector formal de la economía cuando sabemos que la otra mitad -el sector informal- funciona sin acatarlas. A toda costa debemos evitar esa tentación fácil e intuitiva de nuestros legisladores.

Lo que la epidemia nos muestra con crudeza inusitada es que los eternos problemas no resueltos -informalidad, empleos precarios, vivienda inadecuada, agua insuficiente, transporte público congestionado y de mala calidad, mercados insalubres, hospitales abandonados- pueden convertir una situación crítica en una verdadera tragedia para un gran número de familias.

Por ello, independientemente de que la epidemia impulse cambios sociales que puedan ser benéficos, lo urgente es reforzar la planeación, el saneamiento de las finanzas públicas y las acciones para mejorar la ciudad. Lo que evitará en el futuro una tragedia como la que hoy vive la ciudad; para esto, será necesario contar con mejor suministro de agua, un transporte más adecuado, viviendas más amplias y, sobre todo, más empleos formales y mejor remunerados. La CDMX tiene el potencial económico y la gobernanza para lograrlo si el esfuerzo es ordenado y continuo.

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